Río de Janeiro es una ciudad que asusta, no por su tamaño ni por la cantidad de habitantes, sino por los contrastes que uno puede encontrar a simple vista, recorriendo sus callecitas atestadas de vehículos y transitadas por motociclistas suicidas que hacen del zig zag todo un arte.
En el centro, los edificios oscuros sólo se iluminan con los negocios de jugos -zuco, le dicen por aquí- de frutas frescas. Casi no hay bares demasiado grandes, sino pequeños bodegones en el que todos, locales o turistas, toman un cafecinho a las apuradas.
Por como hablan los cariocas, parecen haber nacido en Buenos Aires, ya que todos gritan cuando empiezan a levantar vuelo en la charla. Eso sí, no van tan apurados. ¿Fumar? Imposible, rige la ley de aire puro en toda la ciudad. Si querés dejar el vicio del tabaco, una visita a Río te puede ayudar muchísimo.
Por estas horas, sólo el entusiasmo de los argentinos pinta de alegría la ciudad. El brasileño, ausente sin aviso. O mejor dicho, borrado después de la catastrófica derrota que sufrieron hace menos de una semana.
El lujo de Copacabana no sólo se eclipsa con las favelas que tapan los hoteles de cuatro y cinco estrellas, sino que corre peligro por la invasión de argentos futboleros que la hicieron suya y prometen quedarse por varios días más.